jueves, abril 24, 2014

armas de fuego

Hoy se cumplen siete años del día en que nos subimos a ese avión en pleno paro de trabajadores aeropuertuarios. No iban a subir las maletas a las bodegas, no iban a ajustar las tuercas, el avión se podía venir abajo en cualquier momento. Pero subimos igual, con miedo, subimos igual, con la extraña sensación que se siente cuando no se tiene fecha de regreso, esa nostalgia anticipada, y sin saber con certeza que el lugar de llegada existiera realmente.
No sé qué se piensa la gente que es un avión. Cada uno de los que no está en el avión se puede imaginar cualquier cosa, yo mismo que no estoy en aviones me imagino cualquier cosa. Y sin embargo un avión no tiene nada de extraño, un gran pájaro que en su panza tiene seres humanos vivos, sentados en incómodas butacas (siempre podría ser peor), y que durante horas no hará otra cosa que mirar una pantalla, quizás cruzar inútiles palabras con desconocidos, ir al baño, ajustarse el cinturón una y otra vez, y por supuesto, tener bien en claro si pollo o si pasta.
Pero nada se compara a la sensación de vértigo de cuando se remonta vuelo. Volar no es para cualquiera, volar no es para cualquiera. Uno siempre tiene esa sensación de que algo puede fallar, y si algo puede fallar va a fallar. Si viviéramos en un mundo donde todo ya está digitado, y nada fuera pasible de ser pensado, sería todo mucho más fácil y aburrido. Pero no, uno se juega la vida en cada carreteada de avión, inconscientemente, con la ansiedad del que siente que su destino ya está cerca, con la intolerancia propia de quien no se pone a pensar que en realidad todo tiene su camino de regreso.

Mamita querida, pensé y no lo dije, el avión ese ya estaba en el aire. Habían valido la pena la espera en la butaca durante horas, la indetenible conversación sobre lo que haríamos cuando llegáramos? No lo sabíamos todavía, no lo supimos hasta varias horas después, porque un pájaro de esas características no se puede sostener infinito tiempo en el aire. A algún lado iríamos a parar, claro.

Escala y vuelos perdidos, horas después nos vimos en hotel de más estrellas de las que pudiéramos pagar. Ya estábamos socializando, pero difícilmente tendríamos lo que toda persona que se baja de un avión y está a punto de subirse a otro desea: un poco de amor de piel con piel. Se llama jet lag a eso que te hace dormir pero que casi te hace perder el siguiente vuelo, y se llama jet lag a todas las cosas terribles que le pueden pasar a una persona que se baja de un avión, por 3 días. Las cosas bonitas se llaman carisma, y nosotros charlábamos con la gente que venía en nuestro mismo avión, ¿a dónde irían a parar esos?

A las 7 de la mañana corríamos por los pasillos de un aeropuerto, el más inmenso que experimenté en mi vida, quizás porque haya tenido que caminarlo tanto ese día, con Juan resagado ayudando a trasladar las maletas de una desconocida. El equipo se desencontraba y todavía no habíamos llegado a destino. Pero fue cuestión de horas, un tren, un andén, una escalera mecánica. Dos maletas grandes, que representaban la vida entera, un par de bolsos de mano, y las peripecias por venir asomaban y veían la luz. Eso es Casa Batlló, llegamos.


Al día siguiente de San Jordi, las rosas que no comenzaban su proceso de marchitación a manos de agua de florero ya estaban tiradas en el piso. Los libros, en alguna estantería.

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