viernes, junio 07, 2013

una historia conocida

es la historia de un chico y una chica que se encuentran después de mucho tiempo. Se habían conocido quién sabe hacía tantos años atrás, cuando eran jóvenes y hacían locuras. La época feliz del aprendizaje despreocupado, esa época de incertidumbres, de inexperiencias. No, seguramente se trataba de mucho tiempo antes de esa época, mucho más probable que haya sido una época en que todavía no hay pelos en la cara, y ni siquiera se habla de incertidumbres y de vértigo, sino de rebelión, de esa seguridad del que no alcanza la mayoría de edad y con una genialidad sin límites se rebela ante todo tipo de autoridad paternal y estatal, y arrasa con lo que viene, sin preocuparse por la época que le puede seguir, que es la de la incertidumbre y el estudio.
la cosa es que el chico y la chica van al cine, y están mirando una película viejísima, muy probablemente en blanco y negro porque la historia habla de que el joven protagonista del filme (cuyo actor que lo representa es un ícono de juventud porque nunca llegó a "viejo") arroja piedras sobre una casa blanca, sin especificar si era una casa cualquiera o la casa de gobierno de estados unidos que se encuentra en washington. En definitiva esto no importó demasiado porque el chico, mientras el joven de la pantalla despedía las pedradas que no sabemos si fueron reprimidas por policías furibundos o sencillamente tragadas por la noche, decía, el chico ahí se animó y le encajó un beso a la chica. Se ve que se besaron un buen rato, provocando las calenturas juveniles tan lindas para disfrutar en la oscuridad. Nos es posible imaginar juegos, toqueteos a la sombra de un reflector que en la pantalla pone a esas imágenes de actores de un lugar tan fabuloso de espectadores de un juego sexual (si las pantallas hablaran).
Parece que los labios de la muchacha eran suaves, porque parecían lisos como si fueran hechos en papel, o bien ásperos como el papel, depende cómo miremos el papel, porque un papel también puede cortar. Lo que sí estaba claro que esa fue la primera vez. La historia elide todo lo que pudo suceder dentro del cine, y cuando los chicos deciden retirarse un inspector les pide los carnets, qué nervios que tuvieron que pasar. Ella tenía quizás 16 y él quizás 18 o 19, vaya a saber, pero el inspector los corrió y los detuvo y les dijo "epa, qué estáis haciendo, vengan esos carnets". Pero no era, está claro, un inspector de tránsito, ni un policía. No, se trataba de un sencillo y triste inspector que no tenía nada mejor que hacer que controlar que las personas que entraban a ver la película en que un chico joven arroja piedras a una casa (a qué se las tiraría? a las paredes? acaso a los techos? acaso a romper ventanas de vidrios caros como la utilería barata?) eran aptos espectadores de la edad que exigía el entendimiento, o si bien no se habían venido a refugiarse al cine para poder hacerse arrumacos sin pagar el hotel.
Fuera lo que fuese, el chico, luego de la escena del inspector, volvió a la academia, porque tenía clases de francés. Evidentemente era un joven burgués preocupado por su futuro, y estudiaba o hacía que estudiaba, pero es ya todo un posicionamiento, social e intelectual. La chica, en cambio, quizás más desocupada, más despreocupada, quizás muy extremadamente bella pero aun inconsciente de ello, quizás enamorada del chico, quizás quizás y tantos quizás, se quedó esperándolo en el bar, en la mesa que habían acordado, aproximadamente lo espero por una hora y media (qué chica que no esté enamorada espera más de media hora a un chico que la cambia por la academia?). El chico cree que fue una hora y media, porque él se retrasó y llegó más tarde y ella ya no estaba, y el mozo le dijo "sí, ella estuvo aquí sentada esperándote, una hora y media, tomó cuatro cafés". Y entonces el chico salió a la calle y se encontró con otra chica, la compañera de francés, vaya a saber, y aprovechó para acompañarla hasta la casa.


El chico y la chica se encuentran muchos años después. Claro, estamos hablando de que cuando se conocen, en esa época primitiva, no había otras posibilidades de contactarse fuera de las reales. Quizás la chica nunca le contó su dirección, ni le dijo el teléfono, ni al revés, y probablemente uno de los dos haya dejado de frecuentar súbitamente el lugar que los hizo encontrarse. Probablemente el otro, despechado, haya seguido adelante sin más, y el uno, olvidado, haya seguido su vida sin problemas. Sea cual fuere el rol de cada uno, uno fue a la academia, aprendió francés, la otra no.
La cosa es que años después, cuando se reencuentran, el chico la invita a almorzar. Probablemente la haya encontrado de casualidad. Es un nostálgico nuestro muchacho, que ya no es más un muchacho sino un señorote. El tipo recorría una calle, una tarde cualquiera de martes, quizás miércoles. Había salido de su oficina en la que hablaba en francés, para distraerse un poco en un día no tan movido. De repente mira para una vidriera y la reconoce, es ella, aquella chica que tanto le había gustado. Inmediatamente siente que era amor, y todas las cosas que no pudieron hacer juntos se le vienen encima. Maldita academia, piensa, y se queda rumiando. Las cosas no están bien en casa, los niños ya están creciendo y no le dan mucha bolilla. O acaso es él el que no está muy interesado en sus hijos. Llega a su casa todos los días sin muchas energías, mira a su mujer que todavía está buena pero se ha transformado en un suplicio por el maltrato que le propina. Siente que se tiene que poner frente al televisor y así lo hace, restándole importancia a todo el resto del funcionamiento del hogar. Entonces la esposa se asoma de la cocina y le grita, "que hagas algo, tú, que estás todo el día hablando en francés, qué te piensas, que acaso esto es un hotel?". Entonces necesita escapar. Está quizás deprimido.
O no, a lo mejor está pasando por el mejor momento de su vida. Y eso puede pasar porque ahora que mira por la vidriera para confirmar si esa presencia fantasmagórica es ella, la chica aquella del cine y los labios de papel, justo ahora que está pasando por el mejor momento de su vida. Su jefe lo está por ascender a coordinador de habladores de francés, su esposa lo ama y todas las noches le dedica un buen rato a darle la satisfacción sexual que siempre soñó como si fuera una poesía de ruvira, sus hijos son un sol, y juntos todos los fines de semana juegan pelota, o beisbol. El muchacho aquel, qué habrá sido del muchacho aquel, lo había olvidado cuando de repente aparece esta chica y el muchacho que se había escondido en las seguridades de la vida burguesa y contemporánea, aparece en todo su esplendor, rebelde, queriendo patear culos de inspectores y con muchas ganas de volver a besar muchachas en el cine. Hola, aquí estoy parece decirle el muchacho, estuve dentro de ti escondido todo este tiempo, y ahora estoy aquí otra vez, tocándote los cojones a ti y a la sociedad. tiremos piedras sobre casas blancas, parece decirle.
Entonces la aborda. La chica se sorprende, lo reconoció inmediatamente, y se sorprende que justo ahora la esté abordando. Ella lo esperó una hora y media, y quizás mucho más de lo que él piensa. Y después de mucho tiempo pudo superarlo. Ella es una chica muy tranquila, pero había quedado prendada de aquel muchacho que estudiaba francés. Con cuántos hombres había estado, a cuántos les habría dicho que ella había estado enamorada de un joven francoparlante. No, ella se había rehecho, había aprendido de la vida, había puesto el lomo un montón de veces. Había aprendido de los sacrificios y ahora vivía bien, hacía ya un muy buen tiempo. Tenía un marido, un tipo algo rústico, pero que sin dudas la amaba. Por ahi la zamarreaba un poco, pero la amaba. Todos los fines de semana la llevaba al bowling, luego tomaban cervezas por un largo largo rato. Fumaban, y se quedaban en paz. Ese era el tipo de vida que le había tocado, y el tipo de vida que para ella estaba bien.
Y ahora este viejo choto, que quiere recuperar su juventud, la aborda y no la deja hablar. La apabulla con su retórica, con su acento francés. Lo reconoce y no lo reconoce, sabe que es aquel muchacho del que había estado tan enamorada, pero lo esperó, más de una hora y media, un lustro. Las inseguridades del muchacho saltan a la vista. Qué será de la vida de este idiota, piensa ella. De repente él está formulando una frase. La está invitando a almorzar y ella sin querer se encuentra, por curiosidad, diciendo que sí, que acepta. Tiene un break en el trabajo, pausa para almorzar.
Casualmente están cerca de aquel mismo bar en el que ella lo espero una hora y media. Llegan juntos, en una charla animada (él habla sin parar, ella lo escucha y cada tanto le dedica una mirada con esos ojos tan llenos de dulzura. Ella es dulce). Destino o desgracia, la mesa que ocupan está junto a la ventana, es aquella misma mesa en la que ella lo había esperado tanto tiempo. Se sientan ahi. Son supersticiosos, creen en los círculos que se cierran, creen que la vida es repetición, creen en eso de la tragedia y la comedia. Esto es una farsa, un viejo decrépito hablándole de amor a una empleada de tienda. Es para una película de Fellini, o de Almodovar. El tipo habla sin parar, la quiere complacer, la quiere atender. Le dice que si quiere puede llamar al mozo y pedirle helado de frutillas. Pero ella escucha y no dice nada, lo mira, ahora más detenidamente, fijo. El tipo habla sin parar y en el intento de seducirla quizás le muestra fotos de la familia, los hijos que no tuvo con ella, son rubiecitos. Dice que la foto es muy fea (él se ve feo en las fotos) y que es de la época en que acababa de nacer su hijo menor. Tiene tres hijos, uno mejor que el otro. Y la mujer, ahi en esa foto, nunca pierde la compostura. Una mujer de su clase, seguramente hablaría francés, o quién sabe, alemán, o holandés. Quizás sea la misma compañera de francés que él acompañó esa noche, pero eso cómo podría saberlo ella, que lo esperó una hora y media y después se las picó, qué iba a hacer. Pero la charla sigue y el tipo está desesperado por comprobar si esos labios parecen de papel, o sea, si los labios siguen siendo aquellos mismos, o si la vida hace que los labios que en la juventud parecen de papel en blanco ahora son más parecidos a un bollo de papel en el que se hubiera comenzado a escribir una historia, y el escritor, defraudado por su falta de ingenio, hubiera desechado enviándolo al cesto de la basura de papel. Por alguna razón él cree que ella sigue enamorada de él, su ego lo nubla, porque a pesar de que habla y habla, cada vez se siente más seguro porque ella no para de mirarlo. Ella no entiende nada de lo que está pasando, pero algo la retiene, es la curiosidad y no sabe exactamente sobre qué es la curiosidad, pero el hecho es que sigue ahi, sentada, observándolo. Gran señora la curiosidad (él está apurando al mozo, para que traiga el café y la cuenta porque sabe que ella tiene que volver a trabajar) un mudo que habla y una ciega que miran, no se atrapan, él no la observa sino fugazmente, ella no lo escucha sino fugazmente.
Él paga la cuenta. Le pide que por favor no insista, que no insista más. Que él paga la cuenta porque fue él el que la invitó a comer. Salen a la puerta del bar, están a punto de despedirse. Pasa un viejo en bicicleta, quizás sea el mismo triste inspector que un siglo atrás les pidiera los carnetes.
Se dan la mano, el almacén en el que ella trabaja ya comenzó el turno tarde y ella está llegando con retraso. El tipo, con algo parecido a un dolor en el corazón y con la satisfacción de sentirse bien otra vez, está vivo, su cuerpo está vivo, siente, con eso, con todo eso, muy parecido a la emoción, le dice que vaya, que se apure, que va a llegar tarde al trabajo y eso no tiene sentido. Ella le agradece. Cuando se separan unos metros él le dice que lo llame, cuando quiera, o cuando pueda, y se levantan la mano una vez más y él le dice date prisa, y le dice la hora. 



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