jueves, febrero 07, 2013

un tatuaje groncho

Ella se tatuó su nombre, el de él, en la espalda. Fue una decisión unilateral, del tipo "yo con mi cuerpo hago lo que se me antoja", con el autoritarismo propio de la inseguridad inconsciente: él ya no la podría abandonar. Él ni pensaba en hacerlo, ni en dejar de hacerlo: se la garchaba de atrás, leyendo su nombre, como algo que sucede a veces, como cuando uno sale de su casa y ve un cartel gigantesco que dice Lucía Feliz cumple, o un grafitti que escribiera una adolescente Amadeo me volás y que queda por más de una década porque los dueños de la pared, quizás para castigar a la puber, han decidido no blanquear con pintura. El nombre escrito, ese vicio de los inconstantes, propio de los adolescentes que se aburren en la escuela. Una tarde de mucho calor, un verano, estaban ellos sentados alrededor de una mesa, no fueron al parque, no fueron al río, no fueron al mar, no fueron a la pileta, no fueron a la pelopincho, no salieron al sol, solo un ventilador en un cuarto semi oscuro, con las paredes descascaradas, él sentado a la mesa con un papel, distraído, ella mirando los canales de chismes y rascandose la axila, literalmente, mirándolo de reojo como queriendo controlarlo, pero sin hablar, acababan de tener una discusión porque él esa noche, declaró, quería ir a la cancha con los amigos a ver a su equipo, ella, cada vez que él quería ir a la cancha, le decía que quería ir con él. Era tal la pasión que él le suscitaba que se había cambiado de equipo, había sido de ñubel toda su vida, ahora sería de central córdoba. No había llegado a tatuarse ñubel en ninguna parte, por eso podría abandonar esos colores por los colores de él, y podría abandonar muchas cosas más en nombre de él, por ejemplo, la lisura de su espalda. Ni siquiera bella espalda, una espalda común y corriente, quizás hasta demasiado ancha. Ahi estaban, ella enterándose de por qué pachano abandonaba, también, el baile para dedicarse a la depilación, lo mismo que ella estaba haciendo en ese momento, y lo hacía por él, porque quería verse, bueno, linda, sin pelos. Y él la miraba, distraídamente, de reojo, cómo los cachos de cera saltaban por el aire, y dibujaba en una hoja de papel, porque qué iba a hacer sino? leer? La gente no lee, a la hora de leer coje, decía él con sus amigos, mientras se tomaban otra linea, y hablaban de los buenos negocios que se hacían en el barrio. Y cuando quiso darse cuenta, ya tenía escrito, en el papel, su nombre, como un acto reflejo que le quedara de otra época en que no podía tomar mates y entonces escribía su nombre, porque todos los compañeros de la escuela hacían eso, en vez de escuchar a la maestra, para qué, para lo que tiene que decir, mejor garabatear el propio nombre, hacer cartelitos, inventar tipografías que no sirvan jamás más que para ese papel, esa caligrafía absurda que no se entiende. Esta vez sí se entendía: Pablo, escrito con mayúsculas, los bordes de las letras en negro, el interior en blanco con garabatitos, dibujitos que que hacían como una sombra y le daban cuerpo a la P, a la A y a la O, sobre todo. Ella dijo que qué lindo el diseño, que lo quería, que se lo regalara. Él creyó que era una manera de reconciliarse, de dejarlo ir con los muchachos al partido, al fin de cuentas eran solamente novios, ni siquiera vivían juntos. Ella le invadía la casa, ponía la crónica, o los canales de programas de chimentos de las dos de la tarde, algunos días ni cogían. Estás en tu casa, le decía ella, casi sin tomar el tono de pregunta. Sí, se le caía a él. Estoy yendo para allá, vamos al club. No puedo le diría él del otro lado del teléfono, me tengo que quedar en casa porque viene el repostero que hizo la torta más grande del mundo según el guinnes recor. Le decía cualquier cosa, al principio para hacerla reir, pero cuando descubrió que ella se reía ya de cualquier cosa, le decía cualquier cosa para hacerla rabiar. Era su relación, y nadie tenía derecho a meterse en su relación, como nadie tenía derecho a decidir qué hacer con su cuerpo.
Y ella se tatuó ese diseño de PABLO en la espalda, y él le daba masa y leía al mismo tiempo su nombre. Ella le pertenecía, quería decir, o pensaba. Ante tanta injusticia en el mundo, ante tanta incerteza, él tenía la certeza que de ella le pertenecía.
Ella no le mostraba la espalda, no quería darle ese placer, cuando él se quería ir y ella no quería que él se fuera.

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