viernes, mayo 11, 2012

Virgen de los matambres

Ama a tus amigos, nos ordenó. Porque no hay amor más grande que el que da la vida por los amigotes. Y tomamos al pie de la letra esta y otras imperaciones mientras le pedíamos por favor que nos librara de aquel pesado que hablaba todo el tiempo o nos concediera algo más: un amor.
Pensaba que el amor era lo más importante. Era la verdad. El camino a la verdad no es uno, pareciera, no era. Hay varios, por eso uno puede tomar el que mejor le quede, dependiendo de dónde está uno parado. Eso es lo difícil de saber. Un amigo se decidió: la filosofía es el único camino a la verdad. Debió haber agregado: que mejor me queda a mí. En ese momento creía que el amigo decía algo muy importante y cierto, una afirmación que me excluía de alguna manera porque no tenía facilidad para la filosofía, entonces quedaba excluído en el camino a la verdad.
Pero no, el camino a la verdad no era uno solo, también estaba el amor, que era un camino copado. Yo lo tomé sin pensar que me conduciría a la verdad, de la que ya me consideraba excluido para siempre. Pero bueno, la cosa es que lo tomé. No sé exactamente para que lado lo tomé, porque el camino del amor es una avenida ancha, y se cruza todo el tiempo con otros caminos. Algunas otras calles que he atravesado y otras que no, o que puedo haber pasado como lancha en la regata porque justo estaba en verde el semáforo, ponele.
Capaz que lo tomé para el otro lado entonces, no en dirección a la verdad, pero uno siempre anda dándole vueltas al asunto y capaz que en algún momento giré en u.
Pero creo que no.
Pedíamos un amor y teníamos todo lo demás. La amistad de los amigos: los ensayos del arte de la comedia y el drama, los partidos de beisbol, la barbaquiú. Nos miraba desde lo alto un dios al que conocíamos perfectamente: se nos parecía. Hablaba nuestro mismo idioma. Ni Nietzche ni su hermana lo podían matar. Era un dios bueno, el dios carbón, dios calor, dios energía. Venía el viento y lo reavivaba, venía dios y nos acariciaba como a la hierba en el prado.
Dios, quisiera ahora mismo volar como un barrilete. Y tu santa madre de los campeones, que asan el matambre, que nos acompañe en este vuelo, del que ya no volveremos, porque es el vuelo hacia la verdad. Despego como línea aerea de bandera extranjera, planeo como un billete de un dólar desde que cae desde la cima del Ever Est, siempre al este, siempre al levante, siempre en el horizonte.
Acá me detengo. Me pregunto qué tipo de barrilete seré? Me respondo, uno colorido, lleno de gracia de frente y de perfil. O mejor, un barrilete que se parecería a un globo aerostático. Hay algo que se me complica, debo decidir: Un barrilete tiene un vuelo sostenido, por un piolín. El globo aerostático en cambio viaja sin contacto alguno con lo terrenal. Viaja y va, quizás sin dirección. Lejos, lejos. Y también tiene colores.
Ya no me decido. No sé bien si quiero ser un globo aerostático o un barrilete. De cualquier manera veo el campo desde arriba, veo los caminos, veo la filosofía. Lo que no se ve bien es la verdad, pero a quién le importa la verdad a esta altura del partido.
¿A dónde tenías que ir? vamos que te llevo.






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