martes, octubre 09, 2007

lapsus, apariciones, cosas extrañas. El momento mágico




Ya lo sé. Hay que ir caminando como si nada pasara, pero prestando atención, siempre. Hay que tener todos los sentidos atentos, hay que estar pendientes de todo. Si dijera que este deporte comenzó con el miedo, sería desmedido. Pero es cierto, cuando uno se va del campo a la ciudad, lo primero que hace es cuidarse y cuidar todo lo que a uno lo rodea. El bolso en el bondi, por ejemplo. Cuando uno se muda del campo a la ciudad, lo primero que hace al llegar es poner sus pertenencias entre sus piernas o bien abrazarlas, para que no se las quiten; porque claro, la ciudad está llena de malhechores. Esto es el llamado de la atención, de estar pendiente del mundo circundante; pero mejor de todo es aprender a actuar, a disimular esa abstracción.

Todo esto hizo que muchas veces prestara atención a cosas o fenómenos que no lo merecían. Esto se convirtió, claro, en política de vida, y hasta en los sueños. No digo que sea alguien especial, pero sí, lo acepto, alguien concentrado en su conciencia (me es imposible concentrarme en la conciencia de otros). Acepto la acusación de que por estar pendiente de ciertas cosas, muchas otras, no menos importantes, se me pasan de largo. Es que cuando algo sucede, suele extraviarme, suele llevarme a sitios extraterrestres, y ahí, claro, es cuando debería meter en bolso entre las piernas. Lo bueno es que cuando despierto de ese ensueño todavía recuerdo dónde debería estar cada cosa, y si lo reviso (siempre reviso que las cosas estén en su lugar, porque, claro, puedo equivocarme…) por lo general lo encuentro: los cigarrillos, el encendedor, la billetera, las llaves.

Por qué? No sé. Pero iba a hablar del músico Aristimuño. Fue uno de los lapsus más llamativos. Ocurrió hace ya cinco meses, cuando Juan quiso decirme que consiguiera una música por la red, y hablábamos de cantantes, folcloristas. Juan conoce muchos músicos que entrevistaron en la radio, en el programa que estaba después del suyo, y entonces decía nombres. El de este estuvo dos o tres días para salir, pero seguramente era el primero que quiso decir. Muchas veces nos traicionamos a nosotros mismos, la mente nos traiciona. Cuando suceden estas cosas, no pueden no llamar la atención. Pero siempre hay algo que lo mejora, que lo convierte en un momento mágico. Sólo hace falta destrabar el lapsus, decir el nombre, olvidarse de lo sucedido, encender una radio cualquiera y que de repente te pasen una canción del músico olvidado, algo que uno no sospecha que pueda suceder, y sin embargo…

Los momentos mágicos son los mejores. Son como el decorado de una torta: puede ser merengue o chocolate, o de confites pegados con dulce de leche, o lo que sea, pero algo está garantizado: ya está rico. Un famoso escritor inglés se fascinaba con ciertas “epifanías”, momentos mágicos que para él tenían un inalcanzable valor que debía ser reflejado por la literatura. Anotaba todas esas revelaciones, metódicamente. Llegó a escribir una novela inmensa en donde fue incorporando, a modo de escultor que a medida que va cincelando, va mechando también en los espacios vacíos piezas como de rompecabezas, muchas de esas “anotaciones”. Los momentos mágicos tienen una condición: su fugacidad. Por eso es necesario ir atentos, prestando atención: el mundo todo el tiempo da señales de vida, pero si estamos concentrados mirando vidrieras, o escuchando las siempre treinta mismas canciones que pasan en la radio, nos lo perdemos, incesantemente.

El momento mágico que más me llamó la atención en el último tiempo: fuimos a la Barceloneta, con amigos, una tarde del medio verano. A la hora del regreso tomamos el metro en Ciutadella Vila Olímpica, para ir hasta Verdaguer y de ahí a diagonal. Juro que esto sucedió, pero como me sucedió a mi y probablemente a dos o a tres personas más que hicieron el trasbordo (o probablemente a cincuenta personas más que venían en el mismo tren) y probablemente también, yo haya sido el único que prestó atención a este hecho, que comprueba la existencia de los momentos mágicos. En la estación de Ciutadella, lo recuerdo, todo funcionaba normalmente: el metro de la línea amarilla llegaba hasta ahí porque el resto del ramal estaba en reparaciones, por lo que se aglomeraba mucha gente. Pero por ser día de semana, en julio, estaba bastante tranquilo. Al bajar a la estación escuché una melodía que estaba tocando un dúo de guitarra y saxo. Me recordó que a esa misma melodía yo suelo confundirla con otras que se le parecen. Así es el jazz.
No pude recordar el nombre de la melodía, no pude cantarla entera. Les presté atención dos segundos más a lo que tocaban, amo esa canción; pero enseguida subimos al tren y nos fuimos y me quedó en la punta de la lengua decir el nombre. Ese tipo de eventos suelen desvelarme: no recordar el nombre de una canción. Recordé que hacía poco tiempo había sucedido el caso del músico Aristimuño, del que no recordábamos el nombre hasta que asociando y presionando la olla salió. Me prometí a mi mismo no perder la concentración, pero no dejar de dormir por ello. No perder la cabeza, es fundamental. Lo impresionante sucedió cuando llegamos a Verdaguer, la estación de trasbordo. Caminando por los pasillos, ya se lo pueden imaginar, subiendo y bajando escaleras, ya lo pueden prever: siento dos guitarras que están tocando. No se entiende bien lo que tocan, pero me acerco, me voy acercando, el camino me lleva. Increíblemente, estaban tocando los últimos compases de la canción que comenzó tocando el dúo de guitarra y saxo de Ciutadella. Y yo sin recordarme del nombre de la canción. Sencillamente estaba emocionado, quería llegar a casa cuanto antes. Y a la vez, sabía, no tenía a quién cantársela para que me diga el nombre de la canción (Juan no la sabía), y si llamaba a Estados Unidos solamente para preguntar el nombre de una canción, directamente me iban a matar, pensé. Pero es el único que la puede saber. Elegí restarle importancia a la cuestión. Ni siquiera pude memorizar la melodía de lo conmocionado que estaba ese día, ese momento mágico. Pero no le di mayor importancia, claro, para qué?


El otro día, una semana exactamente, no sé cómo, me desperté con el nombre de un escritor en la cabeza. Lo había soñado, me vino a visitar Roberto Bolaño. No fue necesario hacer anotaciones. Hacía tiempo que tenía ganas de leer algo de bolaño, y muchas veces, en alguna que otra librería, tuve un libro suyo en mis manos, pero que al final no compré, vaya a saber uno por qué. El nombre de Bolaño me hace acordar siempre a Ezequiel, un compañero de la escuela, gran amigo de aquellas épocas, al que hace tantísimo que no veo. Una de las últimas veces que me lo encontré por la calle, en el pueblo, charlamos un rato porque hacía tantísimo que no nos veíamos. Entre esas palabras me dijo que estaba fascinado leyendo a un escritor chileno que se llama Roberto Bolaño y me recomendaba a leerlo. No hay manera de que vea un libro de bolaño sin que recuerde a mi compañero de la adolescencia, que, recuerdo, ya iba para pelado desde los 15 años.
Pero ya el hecho de haberlo soñado y no recordar el sueño me alteró. Yo no recuerdo los sueños, por lo general. Pero ese día desperté así, diciéndome que no me tenía que olvidar de Bolaño. Pensé que podía llegar a ser porque últimamente no estaba leyendo nada, algo que no me sucede hace siglos, porque siempre tengo un libro a mano. Cuando me entrego al abandono me preocupo, pero me dejo estar porque, claro, a veces uno reniega de sí mismo, como un músico que quiere pasar una temporada sin tocar. Cosas personales.
Bien, esa tarde misma fui a la biblioteca del barrio y saqué un libro de Bolaño. Vamos a leer a Bolaño, dije. Vamos. Traje “El gaucho insufrible”, un libro de cuentos. El tema telúrico me ocasionó la elección, la pampa que hace unos meses me fascinó tenía que estar en esas páginas, me dije.
Lo que leí me gustó tanto que le dije a Juan que tenía que leer. En seguida bajé algunas cosas de internet, textos, para tener. De repente un texto de Fresán, amigo de Bolaño. El texto, en una parte dice: “a Bolaño le intrigaba y le apasionaba la Argentina. ‘ese país donde hasta los escritores pésimos saben escribir’, definía.” Claro, me sentí identificado. Pero no fue eso lo que me llamó más la atención de la nota, sino la anotación: “Este texto fue leído por su autor en la ceremonia de despedida al escritor chileno que se hiciera en el cementerio de Les Corts el 16 de julio pasado.” (Bolaño murió en el 2003, a los 50 años)
Yo, que vivo en Les Corts, tan cerca de la cancha del Barça como del cementerio, me dije: ya está claro, el tipo me vino a visitar en sueño para convencerme de que no insistiera, que no escriba más.


Los momentos mágicos son puertas todo el tiempo abriéndose para nosotros. Si los podemos ver, entonces nos pueden iluminar. Si los sabemos contar, lo narrado entonces tendrá un sabor especial. El misterio, lo fortuito, son armas poderosas para la atención. Es mucho mejor que exagerar hablando solo por mantener el movimiento, aunque este sea un recurso, a veces, necesario…


Anoche vimos Días de vino y rosas, un clásico que al principio parece una comedia para después volverse una tragedia. Este drama cuenta con una actuación memorable de Jack Lemmon y Lee Remick, cuyos personajes habían sido exitosos y se transforman en alcohólicos repletos de angustia. La banda sonora de la película, la canción que escuché aquel día en el metro, compuesta por Henry Mancini, es…



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