martes, abril 28, 2015

la integración



No se vive como una invasión, sin embargo el concurso de la calle ha ganado en variedad. Vemos pasar los caballos y los todos junto a los pavos reales, y todos circulan con la misma vehemencia y sentido de pertenencia, o al menos eso es lo que creemos todos, o quizás lo que creemos solo nosotros, los gallos. Desde atrás del alambrado se puede observar con mucha tranquilidad, sin temor a que los ositos de peluche quieran atentar contra los huevos de nuestras esposas. Pasan señoras que caminan rápido, y señores que llevan corbata, y detrás vienen cantando dos muchachos definidos por su afición a algún club de fútbol a juzgar por sus cánticos y sus vestiduras. Se nos escapan cuáles son los otros detalles que definen a las personas, pero vemos a la señora que con muy poca sutiliza y cuidado hace un gesto de atención a los muchachos de la hinchada cuando pasa el trajeado. Probablemente ese hombre vestido así provenga de un barrio marginal, un barrio que quizás esté separado del resto de la ciudad por murallas divisorias. Son personajes no muy queridos porque, así vestidos, van apropiándose de todo lo que se les cruza, como niños caprichosos: “esto es mío, esto también es mío, ese juguete de mazinger es mío, todo es mío”. A un niño, los padres se lo suelen permitir, pero cuando los niños no crecen se transforman en un peligro para la sociedad. Por fortuna, el hincha del club de fútbol tiene un sentido de pertenencia coherente a la ética más cercana a la justicia, ya que por andar siempre agrupado ha perdido el miedo al ataque del que todo lo quiere. Y ahí están los muchachos, poniendo las cosas en su lugar, bajándole los humos al trajeado que enseguida llama a su corcel, cual el zorro con un chiflido, cual maicol nai a su auto fantástico que lo viene a rescatar. Claro, qué se pensó, dicen los muchachos, triunfantes.
Esas realidades conviven, gracias a las políticas de integración que han propuesto los gobernantes en los últimos años. Antes no se cruzaban: los muchachos trajeados de los barrios vivían en los barrios, los muchachos de los clubes vivían en los clubes, las señoras del centro habitaban el centro. Por eso el centro fue el espacio del comercio, porque, como todos saben, el comercio es cosa de señoras.
Políticas de integración han sido la escuela, por ejemplo. Antes a la escuela solamente iban los niños pobres, que no tenían trabajo, ya que los niños ricos siempre se educaron en la cultura en sus casas, lejos de las reuniones sociales. En sus casas se educaban los futuros gobernantes (y no gobernantas, ya que, como todos saben, la mujer no tenía lugar en la política, es decir, la mujer no tenía lugar en la opinión sobre la cosa pública, es decir, la mujer no tenía lugar en un estado de igualdad con el hombre, ya que además de tener que trabajar en la casa, tenía que ser sensible y buena esposa, y todas esas cosas que aburren y espantan a los maridos que inmediatamente van en busca de prostitutas y vida política. Por cierto, a las prostitutas tampoco las dejaban participar en política, pero y sin embargo, como es sabido gracias al estudio de la historia, ejercieron un poder absoluto en las decisiones de los gobernantes, poder que perdieron en gran medida desde que la mujer empezó a ser considerada en el mundo de la política). En las escuelas iban los pobres y pequeños brutos. Allí, en la escuela, aprendían que 1 más 1 era igual a 2 (algo que ya no es más considerado cierto, por fortuna), y que dos más dos era igual a cuatro (lo que aterrorizaba a cualquier niño que se educaba en su casa, como futuro rico y gobernante).
En la escuela les impartían sus primeros conocimientos de lengua, a saber: el sujeto y el predicado. No hay en el mundo posibilidad de que una frase no contenga un verbo que predique sobre un algo, o sea, un sujeto, que puede ser una persona o una cosa. Esto, explicado así desde la generalidad, estaba muy dirigido hacia las clases sociales menos pudientes, que nada tenían y con nada podían ejemplificar. Ese modo de impartir la educación, para todos en igualdad de condiciones, generó lo que ahora llaman la brecha de la desigualdad. Personas hambrientas que intercalan con personas que nada les falta. ¿Por qué, se preguntan aun algunos, si todos tuvieron las mismas oportunidades, no todos las pudieron aprovechar de la misma manera? Es sencilla la respuesta: porque las personas no son iguales, por lo tanto la igualdad de oportunidades es una falacia.
Pero esto no es noticia, para la vida en la urbe. Ya todos saben que no hay igualdad de una casa a la otra, ni de una caja a la otra. Los niños que fueron criados en su casa, al contrario, tuvieron éxito en la clase de lengua, porque cuando les enseñaron el sujeto y predicado, lo hicieron ejemplificando sobre otras lenguas, como el francés, o el inglés. La premisa de la educación en casa es ayudar a pensar racionalmente, mientras que la premisa de la educación en la escuela siempre fue enseñar a olvidar que existen las diferencias.
Pero esto también se va terminando, por fortuna, y vemos cómo la ciudad comienza una etapa de deterioro irreversible. Hemos visto cómo se ha construido la ciudad, y luego hemos visto cómo se destruyó lo construido para volver a construir algo más grande en el espacio que quedó libre. Ahora vemos cómo los edificios de altura comienzan a desprender sus pedazos de hormigón, que empiezan a caer sobre los transeúntes, una idea que hace unos años hubiera causado horror, y que ya no asusta a nadie. La ciudad, si bien se cae a pedazo, no termina de ser expulsiva, ya que todavía tiene sus estadios de fútbol, adonde se congregan cada día miles y miles de personas. Los que todavía no hicieron su exilio en el campo.
El campo, ese espacio que niega a la ciudad, ahora ha comenzado a planificar el modo de hospitalizar a tanta gente que ha decidido que lo mejor era posibilitar un regreso a la tierra. Han proliferado los pequeños poblados, con las antiguas estructuras de pueblo y el trazado urbano de damero. En el medio ha resucitado, como por arte de una magia macabra, las plazas, en las que los días de fines de semana se pasean de la mano o del brazo las parejas, sonriendo como creen que sonreirían “los abuelos” esas generaciones de gente que dejó el pueblo para irse a la ciudad.
Pero no hay que ser apocalípticos: todavía quedan esperanzas, ya que este año es año electoral.

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