miércoles, abril 28, 2010

hablando con extraños

martes, abril 27, 2010

meses de vida

Anoche antes de dormirme pensaba en qué haría si hoy me dijeran te quedan cinco meses de vida. O mejor, te vas a morir.
Un lugar común, eso de verse terminado a edad tan pronta, si hay edad para la muerte. La reflexión venía de la mano de los dolores que no vienen sino con el tiempo. Anoche me dolían las articulaciones, ahora mismo tengo eso en el pecho que suelo reconocer cuando estoy muy cansado a de muchas cosas, o muy estresado por andar tanto de acá para allá continuamente.
Pensaba entonces en lo ficcional, en lo que no sucederá solo sí remotamente, porque en principio no tengo planes de morirme en los próximos cinco meses, pero nada me garantiza que no lo esté. Todo puede pasar, y nada puede pasar. Lo común es que se basa en la experiencia individual de cada ser humano, todos tenemos esta garantía, para partir de la base. Todos tenemos este mismo ticket para pasear.


Qué haría si me dijeran hoy, ahora, te quedan cinco meses. Creo que pensé lo primero que hago es dejar todo. Largar todo. Sería lo más fácil. Calculo que no serán cinco meses de disfrute absoluto, probablemente, estamos hablando de una enfermedad que te carcome, probablemente digo, necesitaría atención, alguien que me mire, que me alcance los medicamentos. Me dispondría de la mejor manera a morir, con todo el optimismo y el dolor que no necesariamente son contradictorios.
Dejaría las clases a las que asisto diariamente, dejaría el trabajo con una licencia por enfermedad que me permitiría seguir cobrando hasta que llegue el final. Le diría a mi novia andá, cuidame estos días, pero con la mejor de las voluntades, y sin esperar de mi más que esto que ahora puedo decirte, andá mirando, sí, vamos a necesitar a alguien más para vos.
Ella lo haría seguramente, porque es una compañera afectuosa y fiel, y es verdad que tenemos algo incondicional, y creo que no me dejaría muriéndome ahí solo, y hasta creo que de algún modo sufriría. Pero ella debería saberlo, el final es así, es algo tan común como el almuerzo o la cena. Y ella debería saberlo, no quisiera que pierda su hermoso tiempo en recordar un muerto, me encantaría pensar que pronto va a encontrar a otro vivo y que podría ser feliz, incluso mucho más feliz que conmigo, con quien no le ha ido tan mal.
Qué más haría si me dijeran que me voy a morir. Debería comenzar a renunciar a muchas cosas. Creo. Por ejemplo, en principio, no podría ya hacer ese viaje a Europa, como pensaba, conocer el sur de Italia y Grecia, y ya no podría ni siquiera quizás ir a Salta, que está bastante lejos de acá mismo de Rosario, o de Venado en el caso en que me trasladara a vivir a casa de mis padres para que me cuiden hasta el final.
Que me cuiden hasta el final suena cómodo. Pero debería ser así, y no permitiría que nadie a mi alrededor le falte la alegría, porque no debe haber nada mejor que vivir con alegría lo poco que a uno le queda de vida. Y se estarían sacando un peso de encima, no les permitiría que eso no les de alegría. O mejor pensado, solo quisiera que vieran los lados positivos de la forma de morir, y no tanto en que me van a extrañar o que algo va a quedar vacío. Vamos, uno no llega a tanto, a ser tan importante tampoco. Mejor dicho, la alegría de vivir tiene que persistir hasta el final, aun cuando el dolor físico, el sufrimiento ese que te hace retorcer en la cama, aun cuando la sangre no coagule bien, uno no debería vivir eso sin esa pizca de ironía, que te permite decir entre risa y llanto, che, me estoy muriendo. Qué vas a hacer, vas a llorar? No, reite, que es mejor, y es más divertido.


Cuando a uno le comunican que se va a morir en el corto plazo, pienso, quiere hacer de todo, y son pocas las cosas que realmente podría llegar a hacer. Pero entre esas pocas cosas seguro que puede pensar en cumplir algún sueño, como por ejemplo, ser feliz por un rato, o escuchar música más linda, o tener la compañía de amigos que de a ratos han ido desapareciendo. Y dejar de ir a trabajar cada mañana para trabajar desde otro lugar, en otras cosas, a trabajar con la muerte, ahí codo a codo. Ella dicta y uno escribe.


Sí, creo que si me estuviera por morir lo primero que haría sería escribir. Como me quede más cómodo, en la cama, en el suelo, en un escritorio, junto al ruido de la tele. No es que tenga tantas cosas por contar, pero me gustaría decir todo lo que me venga a la mente, en el momento en que sé que ahora, en poco tiempo más me voy a morir.
Y qué escribiría? El miedo a la muerte, la historia que viví o que reproduje, mi recuerdo de lo lejano: la infancia, un viaje, dos viajes, varios de ellos, aventuras, experiencias, anécdotas. Metería todo, en una sola bolsa de nylon novelesca, le agregaría mi estilo meloso de escritura, ese que a veces se torna gracioso y por el que todos me dicen que yo siempre que escribo algo quiero hacer reir y que estoy buscando un efecto y que no siempre lo logro y que hago mal y no me tomo a la palabra en serio, que no soy…
Me cagaría en todo y escribiría ya para mi, hasta morirme. Y escribiría de que me estoy muriendo. Escribir es exorcizar la muerte? No, jugar al ajedrez es exorcizar la muerte. Y yo siempre que jugué al ajedrez, por lo menos las veinte últimas veces, perdí.
Perdí rápido.



Me compraría un auto. Sí, uno cualquiera, que no me deje a pie. Me compraría un auto y me iría con tres cuadernos dos semanas a las sierras. Claro que alguien va a tener que acompañarme porque probablemente necesite una mano, por las dudas.
Me iría a las sierras, acá nomás, a ser feliz. Ahí quiero ser feliz. Y les diría a todos mis amigos que me vengan a visitar y a despedirse si tienen ganas. Que no se sientan comprometidos, que pueden venir a pasar un fin de semana conmigo a las sierras y podemos comer un asado, al lado del río, o ahí nomás en la casa que alquile, y si llueve o si hace frío podemos prender un fuego y charlar toda la noche sin dormir, y tomando algo rico, un vino, y jugando sino, si quieren no tocar el tema, jugando al dominó, a las cartas o a los dados.
Y andaría por la ruta, con mi auto, y me daría unas vueltas. Quién sabe, quizás la muerte se me adelante, enojada porque no jugamos ajedrez, y me lleve por esos caminos, antes de cumplirse el segundo o el tercer mes.


Me imagino que si a uno le dicen que le quedan cinco meses lo más probable es que pierda inmediatamente dos meses pensando en que no puede ser cierto, en que debe ser un error, o que probablemente cinco meses se dice como quien quiere decir dos años, y cuando se cumple el cuarto se arrepiente de haber perdido esos dos meses primeros que son los más vitales.
Hay que estar concentrados, si dicen cinco, que sean seis con mucho optimismo, pero el primer mes uno lo tiene que aprovechar absolutamente. Quién sabe, quizás escribiendo todo lo que a uno le viene a la mente, todo lo que uno recuerde que alguna vez quiso escribir, incluyendo las ideas más malas, que suelen ser las más.
No emular a Proust, que se inventó una vida paralela cuando se dio cuenta que no podía ya escribir la propia. Ni a Casanova que escribía para evitar la depresión que le infundía la soledad de la vejez. Sí sintiendo el placer de Stendhal, esa pasión por la belleza y su traducción en una escritura apasionada.


Una escritura así debe ser como parte de una fascinación hacia la muerte. Es un hecho fascinante, conjuga tantos verbos en un solo sustantivo: la muerte. Es el final, es el principio, es piedra, es tierra, es noche y es luz, pero además es ausencia para quien queda y es presencia constante en una parte de la afectividad, el recuerdo siempre vivo.
Hay que convivir con los muertos diariamente, porque nosotros ya somos muertos en vida. Y la parte muerta de nuestros días es la que convive, son los muertos que entierran a sus muertos.
Después de tanto divagar pienso, si los muertos entierran a sus muertos, y le dan a dios lo que es de dios, entonces los vivos tienen que darle al cesar lo que es del cesar?
Digo, que, súbitamente, se necesita dinero para morir en paz.


Pero no me voy a morir.
Todos queremos creer que somos inmortales. Llega una época en la vida que esa ficción se acaba. Pero cada día, es verdad, vivimos cada día, cada hora, como si esa hora final fuese lejana. Al que se le antoja ponerse a pensar en el polvo que va a ser cuando se muera, esa fijación, es un gil. Pero el que piensa cada minuto en el polvo de la vida, no es mejor que yo que pienso en estupideces todo el tiempo.
Es verdad, quien lea esto sugeriría, en un eventual contacto con el autor, una dosis de somnífero, o un libro de, qué se yo, de beckett, o de booket.
Cuántos libros no he podido concluir, porque me ganó el sueño, porque no hice el minuto. Últimamente leo salteado más que nunca. Tengo tanto en gatera, tanto que espera. Tanto deseo agazapado. Tanta fruslería que ni sé qué significa.
Pero me gusta la palabra fruslería. Copio fruslería fruslería fruslería fruslería en este procesador de Word, que es genial, y me pongo a buscar sus sinónimos y los convierto acá mismo: bagatela menudencia insignificancia nadería. Usted está leyendo lo que escriben mis comandos, mis dedos pegan y buscan el Mouse que traduce a sinónimos: pequeñez minucia miseria futilidad.


La tecnología inventó demasiadas cosas. Algunas más divertidas que otras. Otras más divertidas todavía. La tecnología estiró la vida y la verdad es que me pregunto, nos preguntamos, al menos somos dos, por qué. Por qué cada cosa del mundo. ¿Simplemente porque hemos descubierto el fuego? ¿Sencillamente porque nos quedamos despiertos a la noche en esta caverna y la luz nos lleva a pensar que podríamos estirar este sufrir, este migrar, este trasponernos en luces y sombras?


Ahora dejo de escribir un momento. Retomaré, no sé, quién sabe qué. El tiempo rutinario me reclama. Desconozco quién estoy siendo en este momento en el que estoy siendo. Seguramente todavía no me han dicho que me quedan cinco meses de vida, ni siquiera tengo turno con el médico, sólo tengo un zumbido de nada, levísimo, a veces me duelen las articulaciones y puede ser o no puede ser cualquier cosa parecida a artritis, o hipocondría.
Lo que es seguro que tengo una bicicleta, tengo unos pesitos en el bolsillo, hasta que termine este mes. Me van a cortar la luz en cualquier momento. Estoy quedado después de hora en el trabajo y no sé por qué. Debo migrar, ya.

jueves, abril 22, 2010

sinatra

faltaba un clarinete

lunes, abril 05, 2010

hipotenusa

Atravieso la pampa, y la observación es un punto mojado. Después de días de ausencia de lluvia sobre el final de un atípico verano del niño, moja el campo la gracia divina y la desgracia ajena.
Cuando una gota se cuela por ese techo maltrecho, pega en un borde, incomoda, hace recordar que está el agua en el mundo. Algunos la nadan y otros la navegan. Yo pienso, en verdad, que nunca tuve la fascinación del agua, nunca pensé que el agua era cosa seria, más que ese cauce que baja de la montaña con un rumbo cierto, preciso. Piensan en el agua, la fascinación por el tiempo y el destino, pero qué es el mar y qué es lo que queda después del mar, me pregunto. Hablo como quien piensa en los signos, en el cielo. Hoy es tanto de marzo o de abril, y cuando alguno puede suponer qué más da, otros miden la incidencia de un astro, de un labio, de un apunte. Sos piscis, sos aries, una cabra de agua. De agua de lluvia o de agua de mar. Cuando otro piensa qué más da, el uno piensa en da, da resultados, el cálculo está bien hecho y la casa cuatro está alineada perfectamente. Es la fecha. Sos una flecha de tierra, la misma tierra que es la carne, y la piedra. Una se come, la otra se mide, se habita, se cuelga.
¿Y el aire? Yo no me fascino ni leo el vuelo de una paloma o una golondrina que deshabita el lugar que se otoña. Ya no me fascina el avión perenne ni la mariposa, y los olores que habitan en los cuerpos pero que viajan por el aire como los sonidos, ni siquiera los olores fueron mi fuerte. Pienso en el aroma de la comida, que llega confundiendo la milanesa con el estofado, el calor que despide la habitación donde se cocina. El aire no ha sido mi fuerte.

No creo que el signo se pueda elegir, ni el ascendente. Muchas cosas de las que no podemos elegir entre las cosas que están y las que no, y las que se pueden elegir son cada vez menos, más pocas.
La fascinación llega, no se trata de elegir. Yo veo la pampa y digo la tierra. Pero sé que cuando veo un fuego entiendo que estoy pensando y que soy, en ese espejo rojo. ¿Por qué me fascina lo aleatorio, lo que quema? Encuentro una respuesta que me sirve a mí solamente. Digo, pienso, que, ese, fuego, no las cenizas, digo, cocina.
CLV fue más lejos cuando allanó el camino de la simplificación y dijo que sí, que efectivamente, que el fuego es la marca de la civilización, el paso de lo crudo a lo cocido es la marca pro activa del hombre que piensa, que coloca su alimento en el calor y descubre que el sabor cambia, y que muchas cosas pueden ser expuestas a ese calor, y a esa cocción y que todo es diferente, que todo cambia en ese proceso, que es el proceso lo que vale y que el proceso es civilización, es proyección, ya no eterno presente, devenir constante.
Bueno, digo. El lenguaje es fuego. Es la marca civilizatoria, el acto de nombrar es fuego. Pienso en el espíritu santo descendiendo sobre los apóstoles en formas de lenguas de fuego que se posan sobre las cabezas de cada uno, regalándoles el don de lenguas, pienso en el calor del pensamiento, la pasividad de la estufa en el invierno, la posibilidad de iniciar esta conversación dentro del fuego que ya no nos quema porque la sangre y la carne están en perfectos 36 grados centígrados, y el clima es apto para la vida.


Veo el sol asomándose y sé que ese es el este y que esto es la madrugada. Ese árbol con tanta luz de fondo detalla cada una de sus ramas y sus hojas que dentro de poco atravesarán el aire para posarse en la tierra para alimentar el fuego. Sueño con ese árbol, está solo en la llanura, no tiene frío ni calor, ni ganas de conversar. Siempre contempla, saluda indistintamente al camino y al caminante; a veces el viento le ayuda a hacerle reverencias a un molino cercano. Le hace la casa al pájaro que le cuenta su viaje, el resto se lo imagina. Hace suyo el viaje del otro, viaja sobre el campo, aterriza en una ciudad fantástica, poblada de árboles y personas que sueñan con árboles, que trepan a camiones con árboles y viajan hacia el poniente y luego hacia donde quede el verano.
Cuando este tipo de entes saben que están vivos, aprenden a vivir inmediatamente.
Yo sueño con el árbol pero no porque sepa vivir, sino porque alberga el polvo y eso nomás estamos siendo.