lunes, noviembre 13, 2006

contra la lucha contra la discriminación




Me cansó toda la propagandística de la lucha contra la discriminación, y cuando yo me canso me torno lúcido de un momento al otro y me doy cuenta que banalidad que es hablar de la lucha contra la discriminación y qué hipocresía que es ponerla en primer plano. Lo mejor de todo es que aun cuando toda mi vida pensé que era un tipo inteligente, nunca me imaginé que era para tanto. Es que la discriminación, por fin alguien en el mundo se da cuenta, es algo lindo. Uno que no sabe discriminar es un pobre hombre, y peor, es casi un criminal. Y los criminales se pueden ir todos muy al infierno.
Digo, discriminar es un acto legal, tiene que serlo. Yo quiero discriminar a la gente que no entiende, que no soporta, y que es violenta. Pero sólo por gustos personales, muchachos, quedense tranquilos. Que el bien y el mal, muchachos, los determino yo. Acá con esta varita. Porque hay que tener una varita, y no hablo de harry potter, ni de merlín, y tampoco hablo de la pinchila. Hay que tener una vara para enseñarle al pueblo soberano lo que está bien y lo que está mal, porque el pueblo es soberano pero como todo soberano es imbécil. Idiota es otra palabra que cabe en el mismo paradigma, así como estúpido. Elija usted cual de las tres queda mejor. Y la varita también sirve para castigar al distraído, al que no hizo la tarea, al que habla en clase.
Hay que discriminar, tenemos que ver dónde está el bien y dónde el mal, quién actúa bien y quién no, quién es de raza color y quién se destiñó y como la sangre se va descolorando. Tenemos que encontrar la belleza en las formas, tenemos que deformar constantemente el vocabulario, semánticamente hablando.
Me cansaron los discursos cursis, zen, aliados al bienestar popular: esos discursos que esconden el otro contenido político, la contracara de la contramoneda. Porque los discursos políticos por acá se manejan como una moneda de diez centavos, y no se les ocurre que se puede acuñar si se quisiera, tan sólo si se quisiera, una flor de moneda de cien pesos. Me cansaron los politiqueros, los patoteros, lo defensores del pueblo idiota soberano. El pueblo soberano que sale a la calle a protestar y prende fuego las ruedas y fuma tabaco barato. Y habla por celular gratis y pide prestado el teléfono para mandar mensajitos, entre las nuevas versiones del rata.
Me cansé del anecdotario. Me cansé que el mundo tenga siempre una anécdota para contar. Denme anécdotas, quiero estar ahí, quiero ser yo el que tiene anécdotas para contar. Creo que la más grande anécdota que conté siempre es algo que le sucedió a otro, porque tengo esa manía, de contar historias que le pasaron a mis amigos o allegados, y no a mi personalmente, que he tenido algunas pero no tantas. Y yo quiero todas las anécdotas para mi.
El mundo dividido entre amigos y allegados es una buena discriminación. No se puede ser amigo de todo el mundo, y no tengo ganas de tener tantos compromisos. Es más, me gustaría aprender a elegir por fin bien a mis enemigos. Es que los que yo pensaba que eran mis enemigos, al fin de cuentas, me acaban por aburrir, se han dado por vencido demasiado fácilmente, es decir, qué les pasa, ya se acabó la guerra así tan así. Acaso mi afectada indiferencia los dejó sin palabras. Vamos muchachos, que me aburren, digan algo que valga realmente la pena así yo puedo sentirme a la altura como para contraatacar con interés.
Y como dice el tango: y todo a media luz.

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