jueves, abril 30, 2015

una apuesta por la complejidad

porque cada uno, en algún momento de su vida, se plantea la necesidad de aclarar los tantos, o no aclararlos, definitivamente. Entonces surge esa necesidad de ver en profundidad, y esto en el lenguaje se refleja en las oraciones subordinadas, ese tipo de frase en las que especifican los pormenores de los detalles.
Porque para algunas personas los detalles no son menores. Son personas que observan, que están en la meticulosidad del asunto, sin siquiera dar por sentado nada, ni siquiera la prolijidad. Porque la prolijidad es enemiga de la complejidad, y es enemiga de la profundidad.
Como por ejemplo, ¿por qué me pasa un bora? Es un asunto menor, a la mirada de cualquiera. Pero es un detalle sobre cómo transita uno la ruta y cómo la transita el otro. El bora quiere superar a todo lo que tiene adelante, sin discriminar. El que maneja el bora solamente respeta a los autos caros, a los autos que tienen más impronta que un bora. Pero a un fiat no lo va a respetar, lo va a pasar por encima, lo va a culpar de todas las malas maniobras, lo va a aniquilar. Porque así es el bora, el que maneja el bora: un negador de todo lo que no está a su altura. El del fiat es mucho más modesto, solo está pensando en trasladarse con cierta comodidad de un punto al otro, escuchando quizás un disco de pavarotti, o de banana pueyrredón. En su complejidad, es simple, porque no se pregunta por qué el bora lo supera con esa vehemencia, como con bronca. Porque el conductor del bora le tiene bronca a lo que niega, el conductor del bora está escuchando metallica, está escuchando música electrónica, y quiere matar, quiere atropellar.
sin embargo, cada uno, en su simpleza ha hecho una elección por una complejidad. Uno quiere saber el acorde disonante que escucha mientras maneja por una ruta pampeana, y ve el horizonte, el sonido del motor es apenas un zumbido, y las luces le indican que todo está correctamente seteado para el tránsito. Quizás esté pensando en los folletos recientemente impresos en su agencia, o esté pensando en la cara del tipo que acaba de comprar un viaje mientras desenvolsaba su dinero en el mostrador, y la expresión de esa cara reflejaba de algún modo esa compleja relación de esa persona con el dinero.
Pero todo se puede extender, no deberíamos pensar que infinitamente, pero mucho más allá de lo que podemos pensar.
Por eso, cuando uno ha optado por la complejidad, no le van a alcanzar todas las palabras, siempre estará en busca de otra y otra más. Eso que solemos llamar lo profundo, y lo que otros quisieran depredar, borrar por completo del planeta. Sabemos que unos y otros no van a durar.


martes, abril 28, 2015

la integración



No se vive como una invasión, sin embargo el concurso de la calle ha ganado en variedad. Vemos pasar los caballos y los todos junto a los pavos reales, y todos circulan con la misma vehemencia y sentido de pertenencia, o al menos eso es lo que creemos todos, o quizás lo que creemos solo nosotros, los gallos. Desde atrás del alambrado se puede observar con mucha tranquilidad, sin temor a que los ositos de peluche quieran atentar contra los huevos de nuestras esposas. Pasan señoras que caminan rápido, y señores que llevan corbata, y detrás vienen cantando dos muchachos definidos por su afición a algún club de fútbol a juzgar por sus cánticos y sus vestiduras. Se nos escapan cuáles son los otros detalles que definen a las personas, pero vemos a la señora que con muy poca sutiliza y cuidado hace un gesto de atención a los muchachos de la hinchada cuando pasa el trajeado. Probablemente ese hombre vestido así provenga de un barrio marginal, un barrio que quizás esté separado del resto de la ciudad por murallas divisorias. Son personajes no muy queridos porque, así vestidos, van apropiándose de todo lo que se les cruza, como niños caprichosos: “esto es mío, esto también es mío, ese juguete de mazinger es mío, todo es mío”. A un niño, los padres se lo suelen permitir, pero cuando los niños no crecen se transforman en un peligro para la sociedad. Por fortuna, el hincha del club de fútbol tiene un sentido de pertenencia coherente a la ética más cercana a la justicia, ya que por andar siempre agrupado ha perdido el miedo al ataque del que todo lo quiere. Y ahí están los muchachos, poniendo las cosas en su lugar, bajándole los humos al trajeado que enseguida llama a su corcel, cual el zorro con un chiflido, cual maicol nai a su auto fantástico que lo viene a rescatar. Claro, qué se pensó, dicen los muchachos, triunfantes.
Esas realidades conviven, gracias a las políticas de integración que han propuesto los gobernantes en los últimos años. Antes no se cruzaban: los muchachos trajeados de los barrios vivían en los barrios, los muchachos de los clubes vivían en los clubes, las señoras del centro habitaban el centro. Por eso el centro fue el espacio del comercio, porque, como todos saben, el comercio es cosa de señoras.
Políticas de integración han sido la escuela, por ejemplo. Antes a la escuela solamente iban los niños pobres, que no tenían trabajo, ya que los niños ricos siempre se educaron en la cultura en sus casas, lejos de las reuniones sociales. En sus casas se educaban los futuros gobernantes (y no gobernantas, ya que, como todos saben, la mujer no tenía lugar en la política, es decir, la mujer no tenía lugar en la opinión sobre la cosa pública, es decir, la mujer no tenía lugar en un estado de igualdad con el hombre, ya que además de tener que trabajar en la casa, tenía que ser sensible y buena esposa, y todas esas cosas que aburren y espantan a los maridos que inmediatamente van en busca de prostitutas y vida política. Por cierto, a las prostitutas tampoco las dejaban participar en política, pero y sin embargo, como es sabido gracias al estudio de la historia, ejercieron un poder absoluto en las decisiones de los gobernantes, poder que perdieron en gran medida desde que la mujer empezó a ser considerada en el mundo de la política). En las escuelas iban los pobres y pequeños brutos. Allí, en la escuela, aprendían que 1 más 1 era igual a 2 (algo que ya no es más considerado cierto, por fortuna), y que dos más dos era igual a cuatro (lo que aterrorizaba a cualquier niño que se educaba en su casa, como futuro rico y gobernante).
En la escuela les impartían sus primeros conocimientos de lengua, a saber: el sujeto y el predicado. No hay en el mundo posibilidad de que una frase no contenga un verbo que predique sobre un algo, o sea, un sujeto, que puede ser una persona o una cosa. Esto, explicado así desde la generalidad, estaba muy dirigido hacia las clases sociales menos pudientes, que nada tenían y con nada podían ejemplificar. Ese modo de impartir la educación, para todos en igualdad de condiciones, generó lo que ahora llaman la brecha de la desigualdad. Personas hambrientas que intercalan con personas que nada les falta. ¿Por qué, se preguntan aun algunos, si todos tuvieron las mismas oportunidades, no todos las pudieron aprovechar de la misma manera? Es sencilla la respuesta: porque las personas no son iguales, por lo tanto la igualdad de oportunidades es una falacia.
Pero esto no es noticia, para la vida en la urbe. Ya todos saben que no hay igualdad de una casa a la otra, ni de una caja a la otra. Los niños que fueron criados en su casa, al contrario, tuvieron éxito en la clase de lengua, porque cuando les enseñaron el sujeto y predicado, lo hicieron ejemplificando sobre otras lenguas, como el francés, o el inglés. La premisa de la educación en casa es ayudar a pensar racionalmente, mientras que la premisa de la educación en la escuela siempre fue enseñar a olvidar que existen las diferencias.
Pero esto también se va terminando, por fortuna, y vemos cómo la ciudad comienza una etapa de deterioro irreversible. Hemos visto cómo se ha construido la ciudad, y luego hemos visto cómo se destruyó lo construido para volver a construir algo más grande en el espacio que quedó libre. Ahora vemos cómo los edificios de altura comienzan a desprender sus pedazos de hormigón, que empiezan a caer sobre los transeúntes, una idea que hace unos años hubiera causado horror, y que ya no asusta a nadie. La ciudad, si bien se cae a pedazo, no termina de ser expulsiva, ya que todavía tiene sus estadios de fútbol, adonde se congregan cada día miles y miles de personas. Los que todavía no hicieron su exilio en el campo.
El campo, ese espacio que niega a la ciudad, ahora ha comenzado a planificar el modo de hospitalizar a tanta gente que ha decidido que lo mejor era posibilitar un regreso a la tierra. Han proliferado los pequeños poblados, con las antiguas estructuras de pueblo y el trazado urbano de damero. En el medio ha resucitado, como por arte de una magia macabra, las plazas, en las que los días de fines de semana se pasean de la mano o del brazo las parejas, sonriendo como creen que sonreirían “los abuelos” esas generaciones de gente que dejó el pueblo para irse a la ciudad.
Pero no hay que ser apocalípticos: todavía quedan esperanzas, ya que este año es año electoral.

la ciudad

La multitud es un hervidero. Por eso la gente adora la ciudad, porque bulle, se mueve por sí misma, en igualdad de oportunidades, en desigualdad de voluntades. El que está afuera no puede comprender, desde el margen no se ve, porque nunca se puede ver más allá de lo que alcanza la mirada, sencillamente así estamos hechos: limitados y torpes, apenas podemos descifrar caracteres y suponer qué es lo que está más allá. Entonces, el que está afuera se enloquece imaginando qué habrá adentro, y cree que vale la pena tanto como que le sería imposible habitar ese espacio, o cohabitar. Y sin embargo está el que se anima, por voluntad o por desesperación, a probar qué es eso que está adentro, o que dicen que está adentro, hasta que se da cuenta que no era para tanto, que en realidad no hay un adentro y un afuera, como le habían hecho creer.
Pero mientras tanto, en la ciudad se concentra todo: para los que valoran la cercanía del todo, es ideal. Pero es justo decir que la cercanía está sobrevalorada, porque no hay adentro, así como no hay otra cosa. El que está adentro y no puede encontrarse a sí en la multitud, lo que es muy común, es el que inventa el mito del adentro, y hace creer a algún otro que está afuera y que ese afuera existe. Pero en realidad se trata de un incómodo conflicto interior, lo que dan a llamar “problemas de autoestima”.
Es muy común tener un problema de autoestima, y en torno a estos problemas es que volvieron a reflotar las ciudades. Que no son otra cosa que la manifestación burguesa de la sobrevaloración de la cercanía: la ciudad se conforma en la disputa entre un querer ser algo que le hicieron creer a uno que existe, pero en realidad no s tal, como la diferencia de clase es una sobrevaloración de una aristocracia. Aunque el poder y la oligarquía siempre hayan existido, lo que es innegable.

Pero a la ciudad vienen, mocosos, a perderse entre la gente. Llegan a la estación de ómnibus, y caminan esos pasillos y ya se sienten diferentes, los pocoautoestimados, y bajan una escalera mecánica y ya se mimetizan con lo que la ciudad les ofrece. Por ejemplo esa chica, con los jeans rotos, la vemos en esa misma escalera, con cara de querer roña: es dark, y así le han dicho que es la cara que tiene que poner. Pero en su fuero íntimo solo está alimentando esa ficción de “he llegado a la ciudad, el único lugar en el mundo en el que puedo ser auténtica, puedo ser yo misma, puedo ser tal cual soy, y así me siento mucho más libre”, etc. Una serie de falacias y desinformaciones que le han hecho creer atraviesan su convencimiento: cómo es posible que tenga que venir a la ciudad a confundirse así. Primero porque cree que andar y perderse entre la gente que pasa equivale a no ser mirada, por lo tanto ser aceptada y ser querida, y luego, identificada con la ropa y los modales de un grupo social con el cual se haya unida de facto, se convence de su originalidad que no es tal.
Pero qué es la chica dark al lado del cura que pasa caminando, con la camisa desabotonada en el cuello, justo en el lugar de su voto, su sacrificio. Ser cura, andar uniformado para informarlo, no es otra cosa que lo mismo. Como el muchacho con los zapatos gastados, pero el traje impecable, a dónde cree que va? A hacer “negocios”? la ciudad es buena para los negocios, por esa cosa de la cercanía. Pero los negocios están, como la ciudad, sobrevalorados.
Los negocios los hacen los que no tienen otra cosa mejor que hacer en el mundo, o sea, casi toda la gente que habita el mundo. Es difícil encontrar algo bueno que hacer en la vida, algo que valga la pena. Los que se dan cuenta de ello saben valorar con mesura su labor, porque no hay mejor negocio que la ambición de sobrevivir y poder seguir ocupado, disfrutando de lo que uno hace. Que puede ser, por ejemplo, vender lechuga en el mercado central.
José encontró que su vida pasaba por vender lechuga, que lo único que quería hacer en el mundo era vender lechuga, que la lechuga era su pasión. Y por qué no habría de serlo, si cada uno puede elegir su pasión. La vena de josé latía al ritmo de la lechuga. Sabía qué huertas, de qué campos, tenían la lechuga, tanto como sabía el modo que utilizaban para sembrarla, para regarla, para cosecharla. Estudió, pudo hacerlo gratis, las variedades de las lechugas, los mejores modos de tener un almácigo, el valor proteico de cada variedad. Sin dudas José hubiese querido comercializar exclusivamente lechuga mantecosa, pero la arrepollada también tenía un nicho que debía respetar, la preferencia de cierta clase de gente que habitaba en cierto barrio. también incursionó en los saberes de la radicheta, la rúcula, verduras de hojas verdes. En su currículum josé agregaba que había hecho cursos de comercialización, pero esto no le interesaba tanto como saber qué lechuga ofrecer para cada oportunidad precisa. Porque cada lechuga, cada planta, para él, parecía estar destinada a un tipo de comensal, en una situación particular. Solía decir “hay lechugas que acompañan muy bien tanto al asado como al asador, pero el bife a la plancha solo admite las hojas más crocantes, apenas aderezadas con sal y oliva, en su justa medida, una delicia”.
Claro, josé pensaba en el comensal, no en el potencial cliente (que podía también ser un intermediario). José pensaba en términos estrictos de finalidad, y no de transacción. Y eso, que en la ciudad pudo haber sido su perdición, se transformó en su fuerza.
Pronto pasó a ser tenido en cuenta por la gente que deambulaba en el mercado, y con quienes tenía conversaciones sobre su apasionada vida. Lo importante, pensaba José, de tener una pasión no es solamente poder transmitirla y compartirla, sino darse cuenta que el otro también puede tener una pasión, y que quizás también quiera compartirla con uno, lo importante entonces de tener una pasión, pensaba josé, era saber escuchar al otro. Claro que en la ciudad, ese otro era incontable, pero no infinito. Es que hay tanta gente en la ciudad, tantas personas, a saber: señoras que barren la vereda, que están primeras en la lista por ser primeras también en salir a la calle por la mañana a limpiar, cosa que es algo bueno, pero también a chusmear, que es el lado negativo del asunto, porque como medio de comunicación, como todos los medios de comunicación, funcionan a medias y tergiversan la realidad, señores con reloj grande dorado y gorro, señorita con medias y pollera que va a trabajar, señoritas que se besan en los subtes, viejos que no se quedan encerrados en sus casas y también miran a las señoritas que se miman en el subte, señores con sus esposas que caminan por la calle con bastones, de esos en cantidad, llenan la ciudad. Después también hay en la ciudad gente que atiende sus negocios, gente que trabaja en negocios como empleados, gente que camina a las 18 hs por la vereda de la avenida, con mucho apuro, y gente que pasea, de esos hay a montones. Gente que va a al mercado, esos son casi todos. Pero hay muchos mercados, porque se valora la cercanía. Y para que haya muchos mercados, antes tiene que haber un solo mercado, el mercado grande que le provee a todos los mercados, el mercado que recibe toda la mercadería mercadeable en la ciudad. Y ahí está josé, en su stand de solo lechugas, hojas verdes. Su pasión está puesta ahí, cada mañana se despierta, cerca de las 4 de la mañana. Se pone los zapatos, como la mayoría de las personas, con la debida atención de que cada persona prefiere un tipo de calzado confortable pero también acorde a la imagen que tiene de sí mismo y del grupo social o tribu con la que se siente identificado. José usa mocasines porque es un hombre de negocios. Lo pueden comprobar si van al mercado central, José es el del stand de la lechuga. Usa traje, corbata, porque siente que su trabajo es muy importante, fundamental, es su gran pasión. Por eso no subestima ningún momento de su vida ni a ningún potencial comprador y menos aun a un potencial comensal. La corbata se la pone porque cada día de su vida es una fiesta. El valora su gran pasión, porque sabe que no todas las personas tienen ese mismo sentimiento. Y llega al mercado a las 5 de la mañana y ya recibe el cargamento para el día. No se cree especial, porque use corbata y mocasines no le hace asco a arremangarse y bajar cajones de lechuga junto a sus dos ayudantes, pablo y manuel. Luego de descargar el camión entero, se toman unos mates para recomponer energías, josé se lava la cara para estar presentable y en eso ya son las 6 de la mañana, la hora en que se abren las puertas del mercado central de concentración a donde van a ir todos los representantes de los mercados de cercanías. Y habiendo seleccionado las mejores lechugas y luego de haberlas montado en exposición de modo tal que sean las primeras en ser elegidas, se pone en la entrada de su estand de lechugas, llamado hojas verdes y también es su razón social en la factura, entonces es cuando su pasión empuja y quiere salir. La vena empieza a latirle, y josé es un tipo exclusivamente feliz. se siente solo ene l mundo, está solo, es todo felicidad. Entonces empieza a gritar “lechuga! Lechuga! Lechuga!”

Es de envidiar. A la gente no le gusta cuando alguien es feliz, porque la felicidad ajena realza el contrasta con las propias miserias. Pero eso no detiene al feliz. Y sí hace más infeliz al infeliz, que encima es mayoría. Y ya está planificando hacer daño al feliz. Así va el mundo, señores, bienvenidos a la ciudad. Esto es lo que encontramos en el centro: miserias humanas que se rozan, por el asunto de la cercanía, con las más grandes pasiones. La chica dark se cruza con el cura que viene apurado, con el botón de su voto desabrochado, pasan delante de josé, el lechuguero, y no lo miran, y nadie se mira con nadie. En ese instante frena un colectivo a unos 20 metros y descienden 8 personas, e inmediatamente se detiene otro colectivo, de otra línea, y descienden 12 personas, y ya son 20 personas que entran en la escena, tan rápidamente como vertiginosamente, y así como entran, también salen.
En ese contexto, es lo que venía diciendo de la mirada periférica, que es la mirada que puede ver mucho más de lo que ve la mirada, pero solamente de un modo panorámico, porque es más difícil ver en la profundidad. El límite de la mirada en la profundidad es el horizonte, y el horizonte es lo más real que pudo inventarse para que aparezca, por fin, lo que muchos dan a llamar la imaginación, pero que otros llaman “el mundo”. El mundo es eso que conocemos pero que no estamos viendo todo el tiempo. Conocemos, es un decir, reconocemos ciertos comportamientos en realidad, comportamientos que se repiten sistemáticamente, y por eso no hay mucho más que saber. Siempre está ahí, siempre está haciendo lo mismo, en el mismo lugar. Pero aunque parezca que todo siempre es igual y es lo mismo, todo está cambiando, irreversiblemente. Tanto, que si uno se descuida, probablemente no vuelva a reconocer lo que creía haber conocido alguna vez.
Sucede, las personas se vuelven a encontrar, luego de un tiempo, pongamos por caso un límite de tiempo como por decir algo, un año. Un año que en el mundo de la cultura es decir 365 días, si entendemos al día como el tiempo que tarda la tierra en dar una vuelta completa sobre su eje, en su baile privado, que es aproximadamente una unidad de 24 horas, conformadas por sus 60 minutos y cada minuto con sus completos 60 segundos. El latido del reloj es similar al latido del corazón, el pulso de la vida.
Se vuelven a encontrar las personas, y no se reconocen. Ella tiene el pelo más largo y de repente sonríe más que la otra vez, insiste en sonreír. Habían hablado antes? Estrictamente de negocios. Ella estaba vendiendo esas tierras, aptas para el cultivo de café. El muchacho había ido, interesado en comprar tierras con el dinero que había recibido en herencia de un tío que había muerto hacía unos años y no había dejado descendencia. El dinero que dejó en herencia ese tío venía de la familia, es decir, ese tío había tenido dinero toda su vida, lo había heredado a su vez de su padre que lo había recibido de su padre, un próspero agricultor devenido político, representante de los trabajadores. Siempre la plata sale de algún lado, a alguno le tuvo que ir lo suficientemente bien para dejar algo. Pero puede ser que el que haga algo bien sea uno, y entonces prospere, como en el caso del muchacho, que al momento de recibir la herencia ya estaba bastante acomodado en varios asuntos relativos a su trabajo como costurero. Entonces, tomando ese dinero que había aparecido inesperadamente, antes que dilapidarlo en el juego y la perdición, decidió invertir en algo que le otorgara una renta con la cual aprovechar y poder viajar cada año al mar, como había sido su sueño desde muy pequeño, con su mujer y sus dos hijos varones. Y aparece ella con ese campo en venta, que no era de ella, sino que ella lo estaba manejando para venderlo, y se conocen. El diálogo duró aproximadamente 1 hora esa vez, y el negocio no prosperó. Ella vendió el campo un mes más tarde a una compañía de talabartería que tenía una fábrica a las afueras de la ciudad. Se volvieron a encontrar, entonces, en el marco de un congreso de comidas hechas a las brasas. Ella se acercó a él y le dijo “vos sos jorge, verdad?”, a lo que él respondió “claro, te veo cara conocida y no puedo recordar de dónde”, y entonces ella “sí, soy estela, la que vendía el campo el año pasado, te acordás” y él entonces “sí! Claro que sí, ahora te recuerdo! Cómo estás? Te hiciste algo en el pelo?” y entonces ella se da cuenta que él quiere decir algo más, porque no sólo es verdad que se hizo algo en el pelo sino que además tiene como 5 kilos menos. Ella lo ayuda con esa información para excusarlo ante el atentado de no haberla reconocido más rápidamente. Pero en realidad, en otro tipo de situación, también pudo haber sucedido que la haya reconocido y no haya querido acercársele, pero no por una razón descalificante o maligna, sino quizás por no molestar al otro, por no ponerlo en la situación de tener que reconocerlo a uno, por no tener que incomodarlo.
Sin embargo la ciudad está para eso, para chocarse, para encontrarse, para juntarse. Quién puede estar cómodo, como pez en el agua, en la saturación de las posibilidades hacia uno y hacia el otro?
Y después está la variable económica. Hay dos personas que se cruzan todos los días, 3 veces por día. Hay personas que alguna vez se han cruzado, aun sin mirarse uno al otro, como el cura y la chica dark, pero después están en la ciudad esas personas que no se han cruzado ni se cruzarán jamás. Conviven, sin embargo jamás se han visto la cara ni por un segundo, y siempre han estado a un mínimo de 200 metros de distancia. Qué mirada puede captar a ese otro, que tampoco sabe quién es uno? No hay chances de llegar a ningún lado en un mundo tan complejamente irregular e injusto. No hay igualdad de oportunidades, si las personas que habitan la ciudad, muchas veces se ignoran, inocentemente, pero inefablemente.