martes, diciembre 28, 2010



No es el caso por el que Felipe haya elegido la estivación como medio de subsistencia.
Apilar cajones fue un acto, como los actos que tienen los mejores resultados, producto de una gran casualidad.
Una mañana de mucho frío, esperando en la parada del colectivo que lo llevaba al trabajo en la oficina, quiso llamar la atención de la rubia, que esperaba otro colectivo a la misma hora en el mismo lugar. Se encontraban cotidianamente, y cotidianamente se ignoraban, y cotidianamente se miraban las caras, las vestimentas, los zapatos, se medían la temperatura. Él pensaba "con esa remera tan fresquita te vas a morir de frio, mamita", o también "con ese pantalón te van a mirar todos los albañiles del barrio, mamita", hasta incluso "con esa pollerita seducís a tu jefe seguro, mamita, estarás buscando el aumento". Llegaba a reconstruir diálogos enteros en donde ella misma respondía "y vos pelotudo con esa remera de morondanga, y esas zapatillas a quién te querés levantar" o "salí de acá, sucio de porquería qué me querés hablar".
Sin embargo ella era más buena, o más mala. Ni lo registraba. Eso no puede ser, digamos, en la realidad, el hecho de que una persona no registre a otra que cotidianamente se encuentra en la misma parada, así sea por 5 o 6 minutos; hasta la persona más recalcitrante, menos atenta, hasta una mesa es capaz de percibir la presencia diaria del otro, de un sujeto que mira, que existe ahi, al lado, que incluso te mira. Ella no registraba, si se lo hubiera cruzado en el parque españa no hubiera sido el chico de la parada de colectivo, hubiera sido uno más del montón. Para él, si se la cruzaba (de hecho se la solía cruzar en el supermercado) por el barrio ella sí existía, pensaba automáticamente "hola mamita de la parada".
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Ella no lo registraba porque tenía un problema de percepción: durante las mañanas hacía un gran esfuerzo para contener los estornudos que le generaba la alergia, y concentrada en eso y en escuchar a lo re en la radio, el mundo no existía. Si le hubieran preguntado de qué era el negocio de la esquina jamás hubiera acertado (era una vinería, no percibir una vinería es algo atroz).
Ella no lo registraba porque era así. Pero por una cuestión de justicia, no registraba a nadie, por igual.

Ya no importa sino el hecho de que esa mañana, y por una serie de casualidades, Felipe, que estuvo a punto de llamarse Milton, con el afán de llamar la atención de la doncella blonda de, esa mañana, pollera breve taco alto rodete y saco haciendo juego, y por una cuestión de que él mismo pensó "mamita qué frío que hace hoy y vos vestidita así mmm te comería", decidió dar el paso al frente, pero no hablandole directamente, como haría cualquier hijo de vecino, sino generando una excusa, como un buen estratega, para que ella lo mire alguna vez de frente y no tanto con los omoplatos como lo acostumbraba a hacer. No tuvo mejor idea que, para entrar en calor, ayudar al verdulero a acomodar los cajones que estaban descargando del camión.
La verdura estaba verde, pero no se asomaba la primavera. Felipe trasportando cajones y acomodando, mirando a la rubia, pidiendole permiso para que se corriera y lo dejara pasar con las naranjas de jugo, aprovechó un desvío de la mirada para hablarle, por primera vez para siempre: "son una naranjas espectaculares".
Ella lo miró, sacándose el auricular: "me regalás una?".
Felipe corrió a buscar una bolsa de nylon ante la presencia del verdulero que nada comprendía pero que dejaba hacer porque la mano le venía bien. Le venía bien la corrida a Felipe, por el frío, claro, entraba en calor. El 110 pasaba, ella subía al colectivo, Felipe hacía detener al chofer en el rojo semáforo para alcanzarle a ella una bolsita con dos naranjas y una pregunta "no tenés frío?". Ella respondió: "gracias".


cuando fue por la tarde a la verdulería no lo encontró. No preguntó por él, se dedicó a pensar que haría el turno mañana y cerró el asunto. Él ese día llegó tarde al trabajo, se peleó con el jefe, se despidió de sus compañeros, recibió una interesante indemnización, pensó en el neoliberalismo despiadado, mojó la toalla del baño de hombres con semen, conversó por última vez con la secretaria del jefe, le dijo que si no le hubiera regalado dos naranjas a su novia esta mañana seguramente se las hubiera traido a ella y no aceptó un no por respuesta. Se fue a su casa pensando que en su nuevo trabajo seguramente estaría más cómodo, tendría más tiempo para hacer otras cosas como ir al gimnasio que hacía mucho que quería empezar, o estudiar inglés, o ir a yoga, o todo. Paseó por la peatonal meditando en qué reventar la indemnización: se compró una loción para después de afeitar.

Nunca había usado, jamás, una loción para después de afeitar. Siempre pensó que era una marca de estilo, y si algo quería tener ahora en su vida, ahora que le había dado una patada en el culo al jefe y dos naranjas a mamita (jugarle al 3 en la quiniela, y al 21), y un portazo (jugarle al 4 y al 211), y habiendo conseguido el trabajo deseado durante toda su juventud, en "la oficina", un lugar del sector público donde se trabajan 6 horas por un muy buen sueldo, claro, era llegada la hora. Se olvidó de comprarse zapatos blancos, para tener estilo, pero empezaría con la loción. Se afeitaría todas las mañanas, antes de pasar por la verdulería a cargar cajones, y esperando que ella lo mire o le pida algo, no sé, una pera, pensaba. Y pensaba "me darías una pera" y el respondiendo "pero cómo no".

No había sido difícil convencer al verdulero que él lo ayudaría todas las mañanas, de lunes a viernes, gratis, a cargar los cajones. "No te hagás problema pibe, te tiro unos manguitos si querés, yo no necesito que me cargues pero si le ponés tanto entusiasmo..." y él respondía "es que sabe algo don Cosme" (se llamaba Cosme) "a mi no me gustan los gimnasios, son lugares muy fríos, y no sirve para nada, es un derroche energético, si yo puedo hacer el mismo ejercicio y cargarle los cajones y así usted ahorra energía y todo tiene una utilidad".
Era pragmático. El Feli se ponía los cajones al hombro adelante de la duquesa blonda que lo admiraba por su fuerzas, él pasaba, le entregaba una mandarina ante el ruido del 110 y con la frase matadora del día "que nunca le falta la vitamina c".

Ella le sonreía. Pero ya había conseguido novio, a todo esto. El fin de semana había salido con las amigas al boliche, un chico que parecía apuesto y que no estaba como pez en el agua sino más bien acompañando a algún amigo, le llamó la atención. No creyó que él se acercaría, y sin embargo, producto de la casualidad se dio: el amigo conocía a su amiga. Terminaron yendo al cine la semana siguiente y presentandose a los padres a los dos meses.

Don Cosme tuvo una seria charla con Felipe: "mirá pibe te voy a necesitar, te ofrezco..."
Don Cosme, después de cierta herencia y tomando bríos decidió por fin abrir su cadena de supermercados en una serie de pueblos del interior. La verdulería se había ido para arriba. Felipe, sin comerla ni beberla se acababa de transformar en la mano derecha de un futuro magnate o ya magnate del comercio alimentario en el interior del país. La mano derecha, el hombre de confianza, una voz con voto, la mano autorizada a dar el sí o el no sin consulta previa.
Y todo eso sucedió en cuestión de meses. Sin embargo, a pesar de haber incrementado sus ingresos y haberse comprado el auto deseado, continuó apilando cajas de verduras frescas recién llegadas del mercado, con el solo objetivo de poder acercarse a ella. "Este alcaucil preparelo de la siguiente manera": las conversaciones habían aumentado y hasta distendido. Siempre pasaba el 110 y se la llevaba. Siempre Felipe quedaba rumiando ante el verde del agente electrónico de tránsito.
Para ella no fue nunca otra cosa que un verdulero, y eso que había llegado a conocerlo un poco, jamás sospechó que fuera contador y que tuviera un master en cuentas públicas.
"La verdulería va bien, es la que va" le decía, "estoy abriendo una sucursal en Fisherton". Y era verdad. Había abierto 5 sucursales desde que Don Cosme le había dejado todo el negocio para dedicarse de lleno a los supermercados en los pueblos de la ruta 34.
Ella respondía "ay mi novio vive en Fisherton". Él creía que era un puñal en el corazón que ella quería clavarle, pero no, era que no registraba. Cómo ella podía imaginar que un verdulero, cada vez que le decía que estaba abriendo una nueva sucursal en realidad le estaba transmitiendo que él también era una persona exitosa, digno de una rubia tremenda como ella. Macarena. Se llamaba Macarena, y no le daba mucha alegría a su cuerpo.

Macarena tenía un cuerpo dichoso. Pero ella no lo sabía, porque no lo registraba. Ella tenía problemitas de autoestima, creía que tenía lo contrario al sobrepeso, y que los hombres no la mirarían porque no tenía casi tetas. Era un poco estúpida "pero tan tan simpática", pensaba él. Felipe.
No era simpática en realidad, tenía eso de que era simpática con la gente que le caía simpática, pero en realidad prefería ser antipática y no le importaba el qué dirían los demás.


A la décima sucursal que abrió la invitó a salir. Ella dijo que tenía novio. En realidad ella mentía, el novio se había piantado o ella lo piantó. Era una relación que iba demasiado seria hasta que alguien ahi se dió cuenta que la vida también se podía vivir.
Ella dijo que tenía novio, pero en realidad no se quería comprometer, porque quería hacer un viajecito. Y en realidad no le gustaba nada Felipe, ese amigo que hizo en la parada. Ella dijo que tenía novio y él le dijo que era lo mismo, que no le iba a pasar nada. Ella dijo que bueno, que la buscara. Él pasó con su audi. Ella lo miró con otros otros. Él le habló de un viajecito que estaba por hacer a Marruecos. A ella le interesó. Hablaron, un buen rato. Se pusieron de acuerdo en algún punto: Central no ascendería a primera ese año y sería, ahora sí, una verdadera catástrofe todo.
Ella le dijo que le hubiera gustado ir a la cancha a ver a Central, "sería diver", decía. "Me encantaría llevarte" le decía él, mintiendo porque no solo que no tenía carnet sino que no tenía ni siquiera gente conocida que tuviera.
Se divirtieron esa noche.


Cuando ella se vistió esa mañana pensando que su amigo estaría en Marruecos, o en Surinam, quién sabe, mientras se ponía las medias cancan y apresuraba un rodete, sintió ese chasquido, ese rasguido, sintió, como una flash de cámara fotográfica profesional, como el relámpago, como haz de luz verde fluo, que el pensamiento la llevaba a un lugar nunca antes experimentado: patear el tablero es ponerse una verdulería.
Pero Felipe ya no estaba, viajaba en primera clase a otro lugar, lleno de luces, siempre vigente, un caribe polinésico.